Alfred Büchi, un excepcional ingeniero suizo que tras graduarse del Instituto Federal Politécnico de Zürich en 1903, comenzó a experimentar con la tecnología de la sobrealimentación para mejorar la eficiencia del motor de combustión. Así Büchi registra en 1905 la patente de sus aplicaciones, basado en que los motores de combustión interna tenían una eficiencia muy baja debido a que dos tercios de la energía se perdía a través del calor por el escape; por ello el ingeniero suizo buscaba capturar el calor disipado para utilizarlo en la eficiencia del motor. Fue tan importante su aportación que hasta hoy los principios de su tecnología son idénticos a los turbocompresores actuales. Así gracias a sus desarrollos la potencia se incrementó al forzar aire adicional en los cilindros, con el calor del gas de escape utilizado para impulsar la turbina. Ese mismo año, patentó el compresor que se convertiría en el precedente del turbo actual. Al regresar a Suiza, ingresó en Sulzer en donde abrió una planta para continuar la investigación con turbocompresores en 1911. Cuatro años más tarde, Büchi sacó adelante el primer prototipo de turbocompresor, pero no sería hasta 1925 cuando lograría materializar el éxito indiscutible de su apuesta: su aplicación en un motor diesel redundó en una mejora del 40% de su eficiencia. Esto facilitaría la introducción gradual de la sobrealimentación en la industria. Tal fue el caso de la firma suiza Saurer, que inició la construcción en serie de camiones propulsados por mecánicas turbodiesel en 1938. Sin embargo su aplicación en automóviles producidos en serie llegó hacia 1962-1963, periodo en el que comienzan a construirse en cadena en Estados Unidos los Chevrolet Corvair Monza y Oldsmobile Jetfire turboalimentados y las investigaciones acerca de la sobrealimentación aplicadas a los turismos avanzan de manera significativa. Fue en esa misma época que la Europa de la posguerra sufriese un daño tremendo, fruto de ello los fabricantes de vehículos dirigieron el talento de sus ingenieros a lograr mejoras en materia de ahorro tanto en costo como en consumo de combustible. Países como Francia, por ejemplo, estipularon límites para la cilindrada máxima de los motores producidos en su territorio. En años posteriores y a pesar de que la situación económica europea mejoró considerablemente, las estrictas reglas de la industria automotriz se mantuvieron en diversos ámbitos. De esta manera, los tradicionales motores con válvulas en culata y varillas de empuje dieron paso a los propulsores con árboles de levas en cabeza. Los técnicos trabajaron a toda marcha para que los motores pequeños fueran más rápidos, al tiempo que investigaban la manera de que los sistemas de alimentación de combustible fueran más eficientes. Este objetivo se tradujo en un nuevo avance: el antiguo carburador cedió terreno ante la llegada de nuevos sistemas de inyección de combustible. Paralelamente a esta innovación, el concepto «turbo» empieza a extenderse, y con él la oferta de numerosas compañías especializadas en su fabricación, como Garrett (Honeywell), KKK, Holset, IHI, MHI (Mitsubishi) y BorgWarner, entre otras. El turbo llega a Europa La alemana BMW fue la primera marca europea en utilizar el turbo en un vehículo de pasajeros producido en serie con la presentación en el Salón del Automóvil de Frankfurt (Alemania) de 1973 del modelo 2002. Su mecánica arrojaba 170 CV a 5.800 rpm, así como 240 Nm, y contribuyó a allanar el camino a una magnífica era del turbo en el mundo del automóvil. Por su parte, el gigante sueco Saab siguió el ejemplo del constructor germano y materializó su apuesta por esta aportación en su posterior serie 900, que fue una de las familias turbo más emblemáticas de su época. Pero quizás el caso más paradigmático sea el de Porsche, que presenta su primera generación del inmortal 911 Turbo en el Salón de París (Francia) de 1974. Con un motor bóxer de seis cilindros refrigerado por aire y una potencia máxima de 260 CV, alcanzaba los 250 km/h y aceleraba de cero a 100 km/h en 5,5 segundos. El turbo en EE.UU Al otro lado del Atlántico, las cosas eran un poco diferentes. Tras la II Guerra Mundial, la economía estadounidense crecía rápidamente, el combustible no era caro y las carreteras eran más rectas y anchas. Esto significaba que los coches tenían mayores dimensiones y motores más grandes que sus homólogos europeos. Cada vez que a los ingenieros americanos se les pedía lograr mejores rendimientos, optaban por la ruta más sencilla: aumentar el volumen del motor. Incluso hoy en día, los grandes V8 de cinco o más litros con rudimentarios sistemas de distribución por varillas conviven con las mecánicas sobrealimentadas más modernas. Tras la efímera presencia en el mercado norteamericano de los pioneros de la sobrealimentación fabricados en serie -Chevrolet Corvair Monza y Oldsmobile Jetfire-, consecuencia de la enorme inversión que supusieron y su escasa fiabilidad, la sobrealimentación vive una época de mayor aceptación en aplicaciones diesel comerciales después de la primera crisis del petróleo de 1973. Hasta entonces, las elevadas inversiones en el desarrollo de esta tecnología sólo se veían compensadas por el ahorro en el costo del combustible, que era mínimo. Pero el aumento en las limitaciones de la normativa sobre emisiones a finales de los 80 derivó en un incremento del número de motores con turbo hasta el punto de que, por ejemplo, en la industria del vehículo pesado todos los camiones lo incorporan desde hace años. En la década de los 90, las culatas multiválvulas y el doble árbol de levas ofrecían rendimientos elevados sin la complicación de la sobrealimentación, por lo que tuvieron un gran éxito a la hora de lograr generosos niveles de potencia sin aumentos de cilindrada. En la actualidad, la culata multiválvula y la distribución variable son prácticamente un estándar, y la sobrealimentación se suma a esta tecnología en lugar de constituirse como alternativa. Tampoco hay que olvidar el papel decisivo de la electrónica en la evolución de este ingenio. Los chips que permiten controlar la presión máxima de soplado o incluso la velocidad de rotación de las turbinas tienen un papel crucial a la hora de convertir al turbocompresor en un aliado para reducir el consumo de combustible y las emisiones que hacen posible elevar sustancialmente la potencia de los motores con una simple reprogramación. Pero el verdadero auge de esta tecnología a partir de la primera década del nuevo siglo no se debe a las prestaciones ni a los consumos. Su papel como reductor de las emisiones contaminantes resulta crucial. La sensibilidad por la acción que la actividad humana tiene sobre el cambio climático ha conllevado la adopción de normativas muy exigentes sobre las emisiones contaminantes que en el caso de los motores diesel suponen, sí o sí, la adopción del turbocompresor, mientras que en el de los motores Otto pasan por drásticas reducciones de cilindrada que la sobrealimentación se encarga de compensar. Frente a los años 80, en los que el turbocompresor era sinónimo de potencia y prestaciones, en la actualidad se ha convertido en un componente más del motor. Las japonesas Mitsubishi y Toyota, junto con la británica Land Rover, han sido marcas pioneras en la historia de la sobrealimentación con sus respectivas ofertas. Así, la primera generación del Montero (6) -o Pajero, según el mercado- convirtió al modelo asiático en uno de los primeros 4×4 en incorporar, aparte de suspensión delantera independiente, motor diesel con turbo. En 1983, salieron al mercado dos ofertas sobrealimentadas del Montero: un 2.0 de gasolina y cuatro cilindros conocida como 2.0 Turbo o Turbo 2000 -dependiendo del país en el que se comercializara- y un 2.3 litros diesel -denominado 2.3 TD o 2300 DT-. También ese año comienza a venderse el Nissan Patrol SD33T turbodiesel, que, con 110 CV, alcanzaba los 110 km/h. Dos años después, Toyota introduciría en su familia del Land Cruiser 60 una mecánica de inyección directa turbodiesel: la 4.0 L I6 12H-T. En cuanto a las marcas europeas, Land Rover apostó por la tecnología turbo en 1986 con la presentación de su Range Rover Turbo D con motor V4 2.4 e intercooler, fabricado en Italia por VM para el constructor británico. Rendía 112 CV a 4.200 rpm y 252 Nm de par a 2.400 rpm.